Hay personas que tienen defectos y virtudes igualmente
pequeñas. Mi abuelo fue todo lo contrario: una persona con virtudes y defectos
igualmente grandes: fue picaflores, grosero con el prójimo y burlón a tal grado
que a veces se me encogía el cuello de pena, como cuando le dijo a mi papá (quien
originalmente iba a ser sacerdote): “órale, Enrique, baila así como te
enseñaron las monjitas”, por mencionar una burla ligera, porque otras se
parecen mucho a lo que hoy conocemos como bullyng.
De manera voluntaria o involuntaria, algunos se convirtieron
en calca humana de mi abuelo. Yo elegí no aprender sus defectos (pues ya
tengo los míos) y poner en práctica lo mejor que me enseñó con sus consejos y
con sus actos; mas no me refiero a mover sólo las muñecas, que no todo el
brazo, cuando se brinca la cuerda, lo cual ciertamente me mostró una vez. Me
refiero a otras cosas más importantes: a ser fuerte, cualquiera que sea mi
circunstancia; a no dejar que el miedo al fracaso me inmovilice, a no agacharme
frente nadie, a buscar oportunidades en lugar de permanecer sentada, a ver con
humor casi todo lo que ocurre (me acuerdo de la vez en que me dijo: “oye m’ijita,
¿sí es cierto que el dizque alemán con el que anduviste resultó ser de
Xochimilco?”); a disfrutar el baile, la fiesta, el mar, la vida toda. Y quizá lo más importante que aprendí es que se puede ser libre, vivir como realmente uno quiere,
sin la necesidad de llenar los costales de las expectativas ajenas o de hallar el gesto
aprobatorio de los demás.
Sí, mi abuelo fue un hombre libre. Y mi abuelo es. Es su
bodega llena de herramienta, es la chimenea, es la fuente y el nacimiento en su jardín, es cada
ladrillo de su casa; es su montón de frases vaciladoras ("¿qué?, ¿ya dije
júntate la herramienta?"), es Pasito Tun Tun, El chivirico, un mambo y un
danzón; es el dominó, el torito de cacahuate y las posadas; es aquello tan
bonito que me dijo con el modo de mirarme y sonreír pocos días antes de su muerte. El abuelo es en mí y
en otros más.