Desde niña me interesé por lo siniestro. En aquel entonces “lo siniestro” aparecía en un programa referente al barco de guerra lleno de fantasmas, o aquel de aparecidos en los castillos de Inglaterra, o ese otro del difunto piloto que era visto desde que movieron su placa o el libro de Lo inverosímil; es más, cuento aquí hasta una emisión de Nino Canún dedicada a espectros.
Como no siendo suficiente el miedo, mis tres tías, estudiantes de la UNAM en aquellos días, me hablaban cada que se anunciaba la transmisión de una película de sustos, para que pudiese inventar algo y lograr que mis papás autorizaran quedarme con ellas. “Que le hace” decían las tías, porque claro, ellas dormían juntas, pero yo, hija única y masoquista desde mis primeros años, pasaba las noches infantiles echa bollo bajo las cobijas y con el ojo pelón cual tecolote, temiendo que al descubrirme encontrase a la llorona, un fantasma chocarrero o el enano que mi tía veía y que contrario a lo que pudiese objetarse, no era mi amigo el señor chiquito, sino alguien más peludo, rijoso y temible.
Amargos recuerdos tengo de las madrugadas en casa de mi abuelo, pues al ir al baño era inevitable caminar bajo la mirada vigilante de mis bisabuelos, enfrente el gran espejo, a un lado las cortinas corridas hacia la negrura del patio. Cada vez que iba o volvía pensaba “seguro que ahora sí veré algo rete espeluznante, ya bailé con Berta,” pero no, lector, pasaron los años y lo único que vi fue a mi abuela salir en camisón y pantuflas, que no es poco decir en cuanto a sustos atañe. He aquí que hasta los catorce tuve mi único encuentro con lo siniestro, o si lo prefieres: aquella alucinación con la que supe lo que era amar a Dios en tierra ajena.
Figúrate que Edna y las otras amigas de la secundaria estábamos dizque invocando un espíritu, que nos dieron las dos y las tres y nada ocurría. Nos dormimos pues sobre las cobijas tendidas en la alfombra y a las cuatro de la mañana me levanté con malestar, ya decía yo que tanta dona y tanto helado no podían hacerle bien a nadie. Ahí tienes que me siento en un sillón y percibo una mirada. Volteo y conforme voy a acostumbrándome a la penumbra distingo que el cuadro ya no tiene sus amapolas, sino un par de cuernos retorcidos, alzados sobre una cara con tres cavidades craneanas, dos con sendos puntos de luz, los ojos; una enorme y oscura, la boca. Nada valieron mis alaridos. Lo único que alcancé a escuchar antes de tirarme al piso fue a Lucila balbucear “sí, Livi, sí te creo, ya duérmete.”
Será el sereno, lector, pero es la fecha en que prefiero no ver hacia los cuadros en penumbra; desventaja de haber estudiado en escuela católica, de ser hija de un teólogo ortodoxo y de tener la cochambrosa la conciencia. Hubiese preferido encontrar un chaneque en lugar del chamuco, pero me conformo con ver de vez en cuando a mi amigo, el señor chiquito.