No voy a mentirte. Al principio no me importaron, eran sólo cosas como las del refrigerador pero en miniatura. Vino el cambio mayor y no pude más que saltar de la indiferencia a una morbosa curiosidad. Desde entonces no he querido apartarme de mi ventana. En una ocasión, María Josefina desapareció durante el día entero. Como tiendo a la sobreprotección, busqué en la sección amarilla el teléfono de un médico adecuado. “Dudo mucho que pueda sacarlos adelante”, dijo. Me figuré con la maceta dentro de la habitación, tejiéndoles una chambrita, buscando los instrumentos necesarios para alimentarlos y entonando una canción de cuna. Por fortuna, esa madre negligente volvió al anochecer.
Una semana atrás eran muñones rosados con blanduras, pelusa, protuberancias y transparentes hendiduras. No me conocían entonces. Sin embargo, nuestra relación ha cambiado. Ahora soy para ellos la cortina que se corre en la mañana, la ventana que se abre, el dedo índice, invasor que entra al nido para buscarlos y tocar sus primeras y menudas plumas.