“¡Ay mamá, me aprieta este señor!
¡Ay mamá, qué repegada estoy!
¡Siento ya morir de la emoción!
¡Échale un cinco al piano
y que siga el vacilón!”
Canción popular
Yo digo que soy entrona aunque algunos de mis parientes lo desdigan. Al terminar los bailes y las declamaciones patrióticas, vi a varios paisanos guarecerse tras las rejas que rodean el zócalo. Como yo ignoraba la naturaleza del espectáculo que habría de presenciar, permanecí al lado de mis primos, esto es: en plena calle, junto a la banda del pueblo y el puesto cervecero. Petate al hombro, sombrero puesto y machete en mano, entraron unos tipos nombrados por la tradición como “petatudos”. La función anual de estos señores consiste en representar un combate contra las tropas españolas, integradas en su totalidad por los espectadores.
Que los petatudos blandieran sus armas y tirasen machetazos al aire, era razón suficiente para salir corriendo; sin embargo, también llevaban consigo cañones, cohetes, cohetones y una suerte de estruendosos artefactos llamados “bazucas”. Acometieron contra el público, de modo que la calle se tornó un carnaval de gritos y estallidos y risas y coloridas centellas. Pero vean ustedes que un espectáculo así sólo se percibe a medias, puesto que no se puede estar en plena algarabía sin cubrirse los ojos, la nariz y los oídos; a menos que uno sienta vivamente el personaje que representa, a tal grado que heroicamente soslaye el riesgo de quedarse sordo, tuerto o malanco.
Tras los petatudos apareció un toro pirotécnico y luego otro hasta que sumaron un total de quince, de esos vestidos de luces, luces que giran y relampaguean y son arrojadas. Al verlos, Brenda y yo huimos tras la cerca, pero los toros de fuego se asomaban, entraban y ahí te quiero ver. Corrimos ora tras el árbol, ora tras el kiosco, ora tras el puesto de fritangas y así. Es una lástima haber vuelto ayer a la ciudad, pues en caso de quedarme un día más en el pueblo de mi bisabuela, con todo gusto hubiese formado parte de la lucha entre los apaches, la malinche y los españoles. Qué velas prenden en ese entierro la malinche, los apaches o el tío Lucas, vaya a saber; así es esto de las tradiciones surrealistas.
Cantarines de chilenas, bailadores sin par, esos son mis primos. Qué bien se siente brindar con ellos fuera de una miscelánea y luego huir de toros multicolores, de petatudos señores y de cualquier otro personaje igualmente imposible.