Esta historia ocurrió hace dos millones de años, cuando usaba copete y en la escuela me apodaban “Pequilla.” Solía acercarme a los bichos pegajosos, ojimúltiples, alados, orejilargos, escamosos, culebreantes y peludos. Veracruz, Guerrero y la casa de mis chilangos abuelos, ahí me daba vuelo atrapando toda clase de insectos. En mi casa jugaba las cosas que pueden jugarse en el asfalto y en un pedacito de pasto; casi nunca pasaba frente mío algo distinto de una mosca o de una araña. Pero un día, jugando en el patio me encontré con cierto ser inverosímil. No era hormiga, pero se parecía. Naranja, acorazado y con ojos de chino. Era tan feo que decidí llevarlo en un frasco a mi habitación.
Subo las escaleras, llego al departamento, muestro el hallazgo a mis padres y me dicen nanay, déjalo donde lo encontraste que puede escaparse aquí dentro. Profetas. Claro que no obedecí, claro que minutos más tarde cayó el frasco, se abrió la tapa y el bicho corrió a esconderse bajo mi cama. Por primera vez sentí que iba a desmayarme. Con mi cara de cirio salí a decir ya se escapó. Mi madre tomó a nuestra perrita ratonera en brazos, presurosa se encerró en un cuarto y dijo háganse bolas ustedes. Como si el prófugo no fuese un stenopelmatus fuscus, sino un asesino serial de mamás o un alien o un monstruo verrugoso.
Qué operativo, mi alma, qué operativo tuvimos que llevar a cabo mi padre y yo. Buscamos al prófugo, lo succionamos con la aspiradora, lo sacamos a empellones del tubo aspirador, lo pisamos, re pisamos y no se moría. Los "cara de ñiño" o "grillos de Jerusalén" son duros como cáscara de nuez. Bueno, para ser franca, yo no participé activamente en el operativo de papá, sólo fui un apoyo moral, pues mordiéndome las uñas dije una y otra vez no lo vuelvo a hacer.