A
Rafael Fuentes
Aquel
boleto no era para mí. Gracias a un tonto que no quiso ir, tuve la fortuna de
estar con mi mejor amigo bajo una luna llena de mayo, en el concierto de Patti
Smith.
Había muchos dones y doñas que en su
mocedad fueron jipis, a juzgar por la barba, la mata larga, los pasos retro y la vestimenta. Asistió además la muchachada alternativa:
afro, trenzas, pelonas y mohicanas por todas partes. Y yo, que nunca había
escuchado a Patti Smith, estaba ahí, desvelada y triste.
La banda que abre el concierto pregunta si queremos escuchar otra de sus rolas.
Y todos: ¡nooooo! ¡Patti, Patti, Patti!
Por fin, ella sale al escenario. Comienza a cantar. Su voz se expande por
el aire nocturno, llega a nosotros,
cimbra los muros. Dancing barefoot.
El cabello cae, enmarañado, por
ambos lados de su cara. Mueve las manos. Es como si la voz le saliera también de
las manos. Se sienta, se levanta, baila, se eleva. Dedica una canción a
Roberto Bolaño y otra a los periodistas veracruzanos que fueron asesinados.
Jimmy Hendrix was a nigger, Jesus Christ and Grandma too, Jackson
Pollock was a nigger, nigger, nigger, nigger. Mi
mejor amigo y yo reímos y bailamos contagiados, delante de la chica de los
chinos y el vestido agogó.
Aquella noche me sentía muy triste por lo no hecho, lo perdido y lo no hallado a mis 29 años. Pero la
voz de una mujer de 66 estaba cimbrando todo. We want freedom!
gritó. Y yo me alegré por la posibilidad
de un futuro libre de las ataduras sociales respecto a la edad y el género. Patti Smith smells like a teen spirit.

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