
Malaya sea mi suerte, el otro día salí de casa justo cuando terminó un partido de fútbol. Abordé uno de los camiones vacíos, contenta de no tener que compartir el asiento con algún aficionado; pero he aquí que de súbito, veo entrar al vehículo esa manada de apabullantes sujetos, que llevaba consigo banderas, trompetas, tambora y hasta el marrano para festejar la victoria de su equipo. Nada valieron mis plegarias, igual se sentó a mi lado un sujeto que olía tan agrio que me lloraban los ojos. Qué decir del espectáculo auditivo, por tres palabras probas diez leperadas, sí, ya sé que yo también soy deslenguada, pero hay límites señores, hay límites.
Dicha experiencia sin par, me hizo caer en la cuenta que no siempre he sido la clasista neurótica de estos días. Recuerdo a Enedelia, mi mejor amiga de la infancia, así como al resto de los niños. En aquel entonces éramos cerca de una docena. En boga estuvieron las bicicletas, luego las avalanchas y los patines, de modo que durante varios años el patio no fue más que un correr de ruedas, tremendo griterío y un par de rondas... por aquí pasó un caballo con las patas al revés, si me dices cuántas tiene contaré hasta veintitrés.
Nos tendimos bajo el solazo junto a una alberca armable, hicimos pastelitos en el maldito horno que de mágico nada tenía, realizamos descompuestas rutinas de patinaje, atracamos una tienda de abarrotes y vestidos de frailes, momias, brujas y diablos, corrimos de edificio en edificio pidiendo nuestra calaverita. Listones, encantados, avión, escondidillas y quemados, no hubo entre nosotros juego sin jugarse. Juntos reñíamos y cantábamos, hijos de respetables señores con hijos de aviesos pelafustanes, estudiantes de colegio franciscano con alumnos de escuela pública, abanderados en la escolta con integrantes de la fila de los burros, hacinados con recién venidos de Disney, los favorecidos con los olvidados por los Reyes Magos. Total, todos teníamos el molino repleto de chicles - bola, total, todos andábamos mugrientos de tierra y de azúcar hasta las pestañas.
Enedelia conoció a un obrero tan misógino como su padre, se casó con él y dio a luz a una niña de cabello ensortijado. Lo último que supe de mi amiga N (como solíamos llamarle) es que dos veces cruzó a nado el río Bravo, la primera fue rebotada por la migra, pero tuvo éxito en el segundo intento. Clasista, intolerante, neurótica, intelectual de cuarta, así soy; sin embargo aquellos días no me parecen ajenos ni lejanos, sino que los llevo bien guardados dentro del bolsillo izquierdo de mi blusa, en el mismo sitio donde almaceno rondas, leyendas y caracoles marinos. Arroz con leche me quiero casar, con una señorita de San Nicolás, que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar...